Se suele decir que hay tantas
realidades como personas. Sin embargo, mi percepción siempre ha sido que la
realidad es única y que sólo varía en el ojo que la recibe y la mente que la
interpreta. Por eso elegí ver la existencia a través del arte, ya que, al fin y
al cabo, es concebir el mismo mundo en versión mejorada –en muchas ocasiones beta– y trascendida por los sentidos.
Hace pocos días visitando la exposición “Manuel Barbadillo. Obra modular” en la Casa de la Provincia tuve esa extraña sensación de contemplar
algo conocido sin llegar a puntualizar su origen. Bajo una pintura fría y
calculada, acompañada de una museografía tan fría y calculada que era digna del
mejor plano secuencia de Kubrick, me atrapó la cálida sensación de lo cercano.
Módulos concéntricos blancos y negros, blancos sobre blancos, hipnóticos y
poliédricos que vencían su planitud para entregarnos la naturaleza en su pura
esencia, casi en la idea.
De la mano de Barbadillo la mejor abstracción geométrica, con visos
de Op Art –al caso, arte óptico– y plástica
cinética, no se quedaban en mera anécdota formal calculada por
superordenadores. Eran códigos que me transportaban a un paisaje cotidiano… al
de los campos de color cambiante de la vega del Corbones. ¿Acaso las
cuadrículas de Manuel no son parcelas de cereales, girasol, olivos o frutales
despojados de toda anécdota y reducidos a la mínima expresión? Entonces me dio
por pensar que, quizás, esta danza de formas bebía de los recuerdos de juventud
del pintor, del tiempo en que fue alumno de José Arpa, el maestro de las
chumberas impresionistas.
Una simple exposición. Dos miradas, la de Barbadillo y la mía. Una
nueva visión de la misma ciudad –muda, moderna, cercana y distante– en el fondo
de sus cuadros. Al fin y al cabo ¿el arte no debe mover al alma y apremiar a un
mejor futuro?
Antonio García Baeza
Historiador del Arte
Museólogo
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