[Este artículo está en formato papel en el Boletín del Consejo de Hermandades y Cofradías de Carmona correspondiente a 2014]
Un objeto, por si mismo,
no tiene más valor que el que se desprende del material de construcción y de la
mano de obra utilizada en su fabricación. A estos factores, siguiendo los
criterios dispuestos para la arquitectura por Vitrubio, se unen su estado de
conservación, utilidad y belleza –firmitas,
utilitas y venustas– como parámetros que permiten medir su interés. De modo
que el defecto de alguno implica su devaluación e, indefectiblemente, su
desaparición.
Frente a esta circunstancia existen otros agentes exógenos que
imprimen al objeto otro estatus, el social, dotándolo de nueva realidad, a
saber: el tiempo y el espacio. Con ellos tomamos conciencia del bien, más allá
de lo físico y funcional, como una expresión de la humanidad que discurre en
paralelo a su existencia. Hablamos entonces de Patrimonio Histórico y
entendemos, por tanto, que su pérdida supone la desaparición de un documento y,
con él, de nuestro pasado individual y comunitario. De manera que conservar e,
incluso, rescatar los objetos se convierte en un deber social[i].
La Historia se nutre de pequeñas historias.
Hace dos años, con
motivo de la puesta en valor de la torre mirador del monasterio de santa Clara,
tuvimos la fortuna de contar con la confianza de la comunidad para dotar de
contenido este espacio. Basándonos en el razonamiento anterior, el interés que
nos movió fue el de rescatar las piezas que se encontraran en mayor peligro.
En pocos días nos hicimos de una buena carga de obras fuera de
contexto y desestimadas en el fondo de desvanes dado el fin de sus días
productivos. Dispuestas una a una en el claustro comenzamos a reconstruir el
rompecabezas. Las piezas encajaban a la perfección, una perfección tosca por lo
vencido de la edad. La conversación surgió enseguida entre las hermanas Pilar,
Josefina y Asunción, pero sería sor Dulce Nombre, por entonces abadesa de la
comunidad, quien pondría orden al caos trayendo consigo una fotografía que
colocaba cada pieza en su lugar.
La imagen, obra del fotógrafo J. Senis de comienzos del siglo XX,
muestra el altar efímero que la comunidad levantaba cada Jueves Santo en el
presbiterio del templo monacal.
El monumento de las clarisas
El rito católico romano
instruye que durante las cuarenta horas en que Cristo lucha contra la Muerte su
cuerpo debe permanecer oculto a los fieles. Con tal intención hasta tiempos
recientes todas las imágenes se ocultan tras cortinas y visillos durante el
Triduo Pascual, y la reserva eucarística se custodia en una urna. Si bien, lo
que en principio es un gesto simbólico pronto toma un cariz sobredimensionado,
llegándose a levantar en la Edad Moderna auténticas máquinas de arquitectura
efímera dignas del sepulcro de Dios. Tanto que, dada magnitud que toman
estos altares de reserva, así como por su carácter simbólico, taumatúrgico y
funerario –a la manera de los túmulos reales–, la comunidad los denomina
monumentos.
Cada
parroquia dispone aún su particular altar efímero, pero la monumentalidad de
antaño suponía un gran esfuerzo económico que deja huella anual en los libros
de fábrica. Así, en la prioral se tiene conocimiento de una ingente
arquitectura de varios pisos elevada en el trascoro del que aún dan cuenta las
garras de hierro que penden de los pilares góticos. San Bartolomé conserva
parte de las gradas y del sagrario de lo que debió de ser una construcción más
modesta. Mientras que de san Pedro nos ha llegado una imagen que lo muestra en
todo su esplendor en la nave central y en forma de colosal custodia exenta de
tres pisos.
Las
clarisas no podían ser menos.
El
carisma sacramental de la comunidad –no hay más que observar a la titular del
monasterio en el retablo mayor o en los archiconocidos lienzos de Valdés Leal–
y su predominio como primera clausura de la ciudad, tanto por fundación como
por influencia política y económica, obligan a las religiosas a realizar un
esfuerzo ímprobo en la celebración anual de la institución de la Eucaristía, a
saber, la liturgia de la misa in coena
Domini y la posterior custodia del Santísimo hasta la resurrección de la
carne, un encargo tan ingente que sólo lo puede ostentar la abadesa y que se
significa con el gesto de colgarse del cuello las llaves de la reserva.
En el monasterio franciscano se conservan huellas documentales de la
elevación de un altar efímero de estas características desde 1633, cuando la comunidad
ajusta en doscientos reales el acto de “haçer y dehacer el monumento y aderesar
la yglesia la Semana Santa”[ii].
Esta primitiva estructura se disponía durante los días finales de la cuaresma
en el antepresbiterio, entre los altares del Cristo de la Vera Cruz y san
Antonio de Padua, un perímetro que aún hoy se mantiene elevado con respecto a
la nave de la iglesia y en cuyo centro se conserva, de manera casi
arqueológica, la huella del hueco en el se encajaba el machón central de la
estructura. El primer maestro de carpintería conocido que se encarga de esta
obra es Mateo Morales que lo realiza, al menos, desde 1640 hasta 1644 bajo una
cuantía variable de entre 250 y 300 reales, en la que se contempla tanto la
mano de obra del taller como “todos los materiales que fueron menester de
madera, clabos, alfileres y otros menesteres”[iii] “Y colgar y descolgar la yglesia, y asistir (ilegible) por la çera”[iv].
Y es que el montaje del monumento no sólo contempla la compostura
del aparato arquitectónico, sino todos los elementos concernientes a la
liturgia pascual, a saber, el velaje de los retablos y la disposición de
candelería de tiniebla que ilumina el sepulcro de Cristo mientras el lienzo del
templo de Salomón se raja en dos (Mt. 27, 51; Mr. 15, 38;Lc. 23, 45).
“Cera de monumento / Más, se le reziuen y pasan en quenta
seisçientos y sesenta y un reales y medio, que ualen veinte y dos mil y
quatroçientos nouenta y un maravedís, por tantos que pareze auer pagado por el
valor de ochenta y ocho libras y media de sera, a siete reales la libra, que se
an traydo en esta manera las setenta para el gasto del monumento. Las diez y
ocho y media en el triángulo y çirio pasqual que se hizo todo de nuevo de solo
sera, porque el que auía de antes era de madera con sólo vna capa de zera. Y
más, siete libras de sera amarilla a seis reales la libra para las tinieblas.
Todo de <e>ste dicho año de quarenta y uno. Mostró la quenta de la dicha
sera y libranza de la madre abadesa y carta de pago de Alonso Guillén, serero,
que en <e>sto se pagó. 22.491”[v].
En esta explícita
partida de gastos de iluminación se nombra dos instrumentos ceremoniales
imprescindibles para la celebración del Triduo Pascual. El tenebrario. Un
objeto heredero del candelabro de siete brazos del ritual judaico que se
compone de un largo fuste que sostiene un cuerpo triangular con quince velas
que, según el ritual, se apagan de tres en tres durante los maitines y laudes
del Officio
Tenebrarum; cuyo papel simbólico reside en la su
especial morfología, remitiendo por su altura y color dorado al ámbito
celestial, por su estructura triangular a Dios, y por sus quince velas a los doce
apóstoles, las tres Marías y Jesucristo. De modo que el hecho de apagarlas
alude a la agonía de la pasión y a la supremacía temporal pecado y la muerte
sobre la humanidad. Y, por otro lado, el cirio pascual. Hachón que se enciende
en la liturgia de resurrección como señal del triunfo de la vida. De él se
especifica en este escrito que por primera vez se tratará de una pieza completa
y no de madera con el cabo de cera como venía siendo habitual.
No en vano, la luz es el
centro de la celebración de la Semana Santa y su triunfo frente a la oscuridad
es el signo de la resurrección. Así la luz se asimila a la belleza y, ésta, a
Dios, y el lugar que lo representa y donde reside, ya sea retablo, urna o
monumento, debe responder visualmente a este carácter sobrenatural a fin de
conmover a la piedad de los fieles.
Debió pensar la comunidad que el monumento ya no respondía al decoro
debido cuando en 1655 se desprende de las cuentas un descargo especial de 1.200
reales “que costó los arcos, harpas y tenebrarios de que se compuso vn
monumento”[vi]. Una obra
que se debe entender como parte del programa general de renovación que vive el
templo monacal que había comenzado, diez años antes, con la ejecución del
retablo mayor por Felipe de Rivas, continuado con los lienzos de Valdés Leal en
1652 y que ahora se encontraba en fase de decoración paramental.
Esta noticia alude, sin duda, a varias de las piezas que componen la
mayor de las estructuras que se observan en en la fotografía del monumento.
Se trata de un baldaquino compuesto por cuatro columnas dóricas
sobre pedestales y con cimacios, recuerdos agallonados de los triglifos del
arquitrabe, que abren a sendos arcos. Este primer cuerpo se cierra con una
cornisa muy desarrollada y de alero volado que emula al desarrollado por Felipe
de Rivas en el retablo mayor. Sobre él se dispone una falsa cúpula que, al
interior, se trasdosa en una cubrición plana de cuarterones. Como remate del
conjunto se dispone una capilla a modo de tambor y cupulín, de base abultada,
con orejetas, balaustrada, pilastras, alero y cierre mixtilíneo.
El análisis del repertorio ornamental también remite a una obra
realizada en paralelo en la iglesia, es decir, desde 1655 a 1664. Así lo
dispone el uso del blanco albayalde, del pan de oro y del negro, para los
perfiles, como únicos colores de la composición; la repetición de los motivos
vegetales de la plementería gótica del presbiterio en los laterales del arco
toral monumento; y la disposición de un querubín, de dos alas, en la clave del
arco idéntico al existente sobre la puerta de acceso al templo.
Tampoco se debe olvidar que esta pieza responde a la mayor de las
modernidades arquitectónicas, debiéndose poner en paralelo, salvando las
distancias, con el baldaquino que Gian Lorenzo Bernini ejecuta para la basílica
de san Pedro apenas treinta años antes. No sólo por ser un baldaquino, que ya
supone una novedad, sino porque se desprende cierta inspiración en la obra
vaticana tanto en la colocación de imágenes de gran formato sobre las columnas,
como en el uso de un remate complejo.
Iconográficamente la construcción responde a una torre divina, según
se desprende de la luz que lo circunda así como en el uso del blanco y dorado.
Concretamente remite al templo de Salomón en su planta centrada. En lo más alto
de este ámbito celeste, por encima de los roleos vegetales y ángeles, se
materializan cuatro profetas en orden gigante ejecutados en cartón piedra y
decorados en blanco y dorado, tal y como aparecen en el monte Tabor en el
pasaje evangélico de la Transfiguración.
Estos premonitores veterotestamentarios del sacrificio salvífico son el rey
David, que porta corona sobre la sien –prefiguración de la de espinas– y empuña
la espada, Moisés que muestra las Tablas de la Ley y otros dos de los que no se
distinguen sus signos. Junto a ellos, en la cúpula se dispone el paño de la
Verónica, retrato real –vera icon–
del Hijo que se encuentra oculto en este aparato. Y cierra el campo simbólico,
una dolorosa de vestir que asoma sobre la estructura superior, dispuesta como
madre y sacerdotiza encargada de elevar a Dios el sacrificio del Salvador.
De toda este armazón a día de hoy sólo sobreviven los pedestales y
la falsa cúpula, en la que se puede observar su interesante armazón interno y
la pintura lateral de una linterna, al fin y al cabo, una reiteración de la luz
dentro de los signos de la Pasión.
Del primitivo conjunto también ha llegado a nuestros días el arca
eucarística. Una pieza aún en uso que es el centro de la composición puesto que
en su interior se reserva el cuerpo de Cristo durante el Triduo Pascual, lo que
la convierte no sólo un sagrario temporal sino en el sepulcro divino y el más
importante de los relicarios. De ahí que su nombre remita al Arca de la Alianza
que se custodiaba en el templo de Salomón y que contenía las Tablas de la Ley,
la vara de Aarón y el maná caído del cielo. El mueble responde a los cánones
anteriormente descritos, a saber, estilo barroco de trazas clásicas y
ornamentación dorada sobre fondo blanco que marca la trama arquitectónica.
Posee dos puertas, una frontal que sirve para exponer la Eucaristía ante la
comunidad y otra lateral destinada a su depósito por el sacerdote. Tres de sus
frentes están decorados con torpes dibujos que aluden a su contenido
taumatúrgico, siendo el motivo central el pelícano que da de comer a sus crías
con su sangre, símbolo del sacrificio.
Este nuevo monumento no sólo da mayor elocuencia al culto monástico
sino también abaratar los costes anuales. Así, mientras que en armar y desarmar
la estructura entre 1645 y 1651supone del orden 250 a 300 reales[vii], la “hechura del monumento del los años de seiscientos
sinquenta y quatro y cincuenta y sinco” baja hasta los 130 reales anuales “y se
advierte que de aquí adelante no se an de dar más de quarenta reales cada año
para el dicho monumento por estar fecho i no ser menester más de ponerlo”[viii].
Como así sucede, al menos, hasta 1695 cuando esta cuantía se eleva a una media
de 68 reales porque, además del montaje, se contempla “quitar
la çera, y belarlo de día y de noche”[ix].
Una cantidad que pronto se ve insuficiente y que en poco tiempo se duplica –en
1702 llega a los 130 reales– y queda fijada, primero, en 120 reales[x]
y definitivamente en 100 a partir de 1708[xi].
Tal es la magnitud que adquiere el monumento, su calidad y
fragilidad que las religiosas, a comienzos del siglo XVIII, toman la
determinación de crear un cuarto ex profeso para su conservación[xii].
Unas obras que se tasan en 1.861 reales con dos maravedís contemplando tanto
los materiales como los jornales de albañiles y carpinteros[xiii].
Cantidad a la que se le suman otros 308 reales de la construcción de una nueva
techumbre por el maestro de la madera Manuel Utera según carta de pago de 18 de
abril de 1716[xiv]. Del mismo modo, de tanto armar y desarmar esta estructura las piezas
requieren un buen repaso y en 1732 la comunidad concerta con el carpintero
Diego Agustín López su reparo por encontrarse en mal estado y descompuesto
estructuralmente, así como la ejecución de dos nuevos profetas. Todo ello por
300 ducados y 3.300 reales, incluidos materiales y mano de obra[xv].
En estos años se realiza un nuevo tenebrario en estilo barroco
estípite con ornamentación más carnosa y vibrante que en los casos anteriores.
De él se conservan el pedestal, a falta de los escudos franciscanos de tres de
sus frentes desaparecidos recientemente, y la decoración del triángulo,
aprovechada en la mesa de altar que se realiza tras el cambio del ritual. Hasta
hace escasos años los muros del monasterio también conservaban el fuste, un
estípite que responde a los cánones del obrador de Tomás González Guisado, pero
que ahora se encuentra en paradero desconocido.
Bajo el baldaquino, único en nuestra ciudad y heredero, sin duda, de
los desarrollados en la corte de los Austria, a partir de la segunda mitad del
siglo XVIII se dispone una custodia de asiento rococó de madera tallada y
dorada, sobre una nube posiblemente plateada. Sus rocallas envuelven la
estructura y la disuelven abriéndose en dos huecos. El inferior recoge el arca
eucarística y el superior la imagen de Cristo atado a la columna que se
custodia en el coro bajo. Remata una talla de la Inmaculada, advocación
hondamente unida a la Eucaristía.
El resto de la imagen ya es un documento oral.
Las monjas aún narran el esmero con que preparaban la efeméride.
Dedicando las novicias varios meses al cuidado celoso de las calas, helechos,
guirnaldas de parras y “pelucas” –como denominan popularmente a las macetas
resultantes de la siembra de lentejas y su reserva en de una habitación a
oscuras a fin de impedir la fotosíntesis– que adornan al Santísimo. O la
costosa labor de mantenimiento de la alfombra de patchwork que precedía al momunento, obra decimonónica que aún se
mantiene en la clausura y que es una pieza única que merece su estudio. O el
gesto de velar las imágenes, del que hasta la última restauración se conservaba
el lienzo recogido en los laterales del retablo mayor.
Hoy, faltos de contenido funcional, estos objetos vuelven a
recuperar la memoria en forma de fotografía y artículo. Pero la comunidad les
ha reservado una nueva vida, la patrimonial, como piezas del nuevo centro de
interpretación que acogen sus muros.
Antonio García Baeza
Historiador del Arte
Museólogo
[i] Así como
principio cultural de la UNESCO se encuentra la obligación de “Promover la
diversidad cultural mediante la salvaguarda del patrimonio en sus diversas
dimensiones y la valorización de las experiencias culturales”.
[ii]
1633. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1633. Archivo del convento de santa Clara de Carmona (ACSC), leg. 18. S.f.
[iii]
1640. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1640. ACSC, leg. 9. S.f.
[iv]
1641. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1641. ACSC, leg. 12. S.f.
[v]
Ibídem. Las cuentas del año anterior recogen una partida similar dirigida al
mismo maestro cerero.
[vi]
1655. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1655. ACSC, leg. 12. S.f.
[vii]
El montaje de 1645 a 1648 corresponde al maestro carpintero Alonso Benítez
(1645. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1645. ACSC, leg. 9. S.f; 1649. Carmona. Cuentas
de cargos y datas de 1647 y 1648. ACSC, leg. 12. S.f); mientras que
desconocemos el de los años restantes (1651. Carmona. Cuentas de cargos y datas desde 1649 a 1651. ACSC, leg. 12. S.f).
[viii]
1655. Carmona. Cuentas de cargos y datas
1655. ACSC, leg. 12. S.f.
[ix]
1698. Carmona. Cuentas de cargos y datas
desde 1695 a 1698. ACSC, leg. 18. S.f.
[x]
1704, Carmona. Cuentas de cargo y data
desde 1702 a 1704. ACSC, leg.
18. S.f.: “este último [el año de 1704] a razón de ciento y veinte en que queda
esta data para en adelante”.
[xi]
1709, Carmona. Cuentas de cargo y data
desde 1704 a 1707. ACSC, leg.
18. Pp. 299-300.
[xii]
Las labores de mantenimiento del monumento debieron ser constantes, pero en
ocasiones requieren de un trabajo de mayor intensidad y, esos, se reflejan en
la documentación: “Más, se auonan ciento y nobenta y nuebe reales, que valen
seis mil setecientos y sesenta y seis maravedís, que costaron los dos
bastidores del monumento de madera, lienso, pintura y herrajes. Constó de
reciuo” (1718, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1713 a 1718. ACSC, leg. 18. S.f.).
[xiii]
1709, Carmona. Cuentas de cargo y data
desde 1704 a 1707. ACSC, leg.
18. Pp. 302.
[xiv]
1718, Carmona. Cuentas de cargo y data
desde 1713 a 1718. ACSC, leg.
18. S.f.
[xv]
1732, mayo, 28.
Carmona. Carta de concierto entre Diego
Agustín López y el convento de santa Clara de Carmona. Archivo Municipal
Antonio García Rodríguez, sección Protocolos Notariales, Escribanía de Juan
Núñez Parrilla Barba, 1732, ff. 642-643v. Recogido en: Mira caballos, Esbeban;
Villa Nogales, Fernando de la. Carmona en
la Edad Moderna: Religiosidad y arte, población y emigración a América.
1999: Muñoz Moya editor, Brenes (Sevilla).
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