martes, 8 de abril de 2014

Objetos perdidos. La reserva sacramental en el convento de santa Clara de Carmona


[Este artículo está en formato papel en el Boletín del Consejo de Hermandades y Cofradías de Carmona correspondiente a 2014]

Un objeto, por si mismo, no tiene más valor que el que se desprende del material de construcción y de la mano de obra utilizada en su fabricación. A estos factores, siguiendo los criterios dispuestos para la arquitectura por Vitrubio, se unen su estado de conservación, utilidad y belleza –firmitas, utilitas y venustas– como parámetros que permiten medir su interés. De modo que el defecto de alguno implica su devaluación e, indefectiblemente, su desaparición.
    Frente a esta circunstancia existen otros agentes exógenos que imprimen al objeto otro estatus, el social, dotándolo de nueva realidad, a saber: el tiempo y el espacio. Con ellos tomamos conciencia del bien, más allá de lo físico y funcional, como una expresión de la humanidad que discurre en paralelo a su existencia. Hablamos entonces de Patrimonio Histórico y entendemos, por tanto, que su pérdida supone la desaparición de un documento y, con él, de nuestro pasado individual y comunitario. De manera que conservar e, incluso, rescatar los objetos se convierte en un deber social[i].

La Historia se nutre de pequeñas historias.
Hace dos años, con motivo de la puesta en valor de la torre mirador del monasterio de santa Clara, tuvimos la fortuna de contar con la confianza de la comunidad para dotar de contenido este espacio. Basándonos en el razonamiento anterior, el interés que nos movió fue el de rescatar las piezas que se encontraran en mayor peligro.
    En pocos días nos hicimos de una buena carga de obras fuera de contexto y desestimadas en el fondo de desvanes dado el fin de sus días productivos. Dispuestas una a una en el claustro comenzamos a reconstruir el rompecabezas. Las piezas encajaban a la perfección, una perfección tosca por lo vencido de la edad. La conversación surgió enseguida entre las hermanas Pilar, Josefina y Asunción, pero sería sor Dulce Nombre, por entonces abadesa de la comunidad, quien pondría orden al caos trayendo consigo una fotografía que colocaba cada pieza en su lugar.
    La imagen, obra del fotógrafo J. Senis de comienzos del siglo XX, muestra el altar efímero que la comunidad levantaba cada Jueves Santo en el presbiterio del templo monacal. 

El monumento de las clarisas 
El rito católico romano instruye que durante las cuarenta horas en que Cristo lucha contra la Muerte su cuerpo debe permanecer oculto a los fieles. Con tal intención hasta tiempos recientes todas las imágenes se ocultan tras cortinas y visillos durante el Triduo Pascual, y la reserva eucarística se custodia en una urna. Si bien, lo que en principio es un gesto simbólico pronto toma un cariz sobredimensionado, llegándose a levantar en la Edad Moderna auténticas máquinas de arquitectura efímera dignas del sepulcro de Dios. Tanto que, dada magnitud que toman estos altares de reserva, así como por su carácter simbólico, taumatúrgico y funerario –a la manera de los túmulos reales–, la comunidad los denomina monumentos. 
    Cada parroquia dispone aún su particular altar efímero, pero la monumentalidad de antaño suponía un gran esfuerzo económico que deja huella anual en los libros de fábrica. Así, en la prioral se tiene conocimiento de una ingente arquitectura de varios pisos elevada en el trascoro del que aún dan cuenta las garras de hierro que penden de los pilares góticos. San Bartolomé conserva parte de las gradas y del sagrario de lo que debió de ser una construcción más modesta. Mientras que de san Pedro nos ha llegado una imagen que lo muestra en todo su esplendor en la nave central y en forma de colosal custodia exenta de tres pisos.
    Las clarisas no podían ser menos.
    El carisma sacramental de la comunidad –no hay más que observar a la titular del monasterio en el retablo mayor o en los archiconocidos lienzos de Valdés Leal– y su predominio como primera clausura de la ciudad, tanto por fundación como por influencia política y económica, obligan a las religiosas a realizar un esfuerzo ímprobo en la celebración anual de la institución de la Eucaristía, a saber, la liturgia de la misa in coena Domini y la posterior custodia del Santísimo hasta la resurrección de la carne, un encargo tan ingente que sólo lo puede ostentar la abadesa y que se significa con el gesto de colgarse del cuello las llaves de la reserva.
    En el monasterio franciscano se conservan huellas documentales de la elevación de un altar efímero de estas características desde 1633, cuando la comunidad ajusta en doscientos reales el acto de “haçer y dehacer el monumento y aderesar la yglesia la Semana Santa[ii]. Esta primitiva estructura se disponía durante los días finales de la cuaresma en el antepresbiterio, entre los altares del Cristo de la Vera Cruz y san Antonio de Padua, un perímetro que aún hoy se mantiene elevado con respecto a la nave de la iglesia y en cuyo centro se conserva, de manera casi arqueológica, la huella del hueco en el se encajaba el machón central de la estructura. El primer maestro de carpintería conocido que se encarga de esta obra es Mateo Morales que lo realiza, al menos, desde 1640 hasta 1644 bajo una cuantía variable de entre 250 y 300 reales, en la que se contempla tanto la mano de obra del taller como “todos los materiales que fueron menester de madera, clabos, alfileres y otros menesteres[iii] “Y colgar y descolgar la yglesia, y asistir (ilegible) por la çera”[iv].
    Y es que el montaje del monumento no sólo contempla la compostura del aparato arquitectónico, sino todos los elementos concernientes a la liturgia pascual, a saber, el velaje de los retablos y la disposición de candelería de tiniebla que ilumina el sepulcro de Cristo mientras el lienzo del templo de Salomón se raja en dos (Mt. 27, 51; Mr. 15, 38;Lc. 23, 45).
“Cera de monumento / Más, se le reziuen y pasan en quenta seisçientos y sesenta y un reales y medio, que ualen veinte y dos mil y quatroçientos nouenta y un maravedís, por tantos que pareze auer pagado por el valor de ochenta y ocho libras y media de sera, a siete reales la libra, que se an traydo en esta manera las setenta para el gasto del monumento. Las diez y ocho y media en el triángulo y çirio pasqual que se hizo todo de nuevo de solo sera, porque el que auía de antes era de madera con sólo vna capa de zera. Y más, siete libras de sera amarilla a seis reales la libra para las tinieblas. Todo de <e>ste dicho año de quarenta y uno. Mostró la quenta de la dicha sera y libranza de la madre abadesa y carta de pago de Alonso Guillén, serero, que en <e>sto se pagó. 22.491[v].
    En esta explícita partida de gastos de iluminación se nombra dos instrumentos ceremoniales imprescindibles para la celebración del Triduo Pascual. El tenebrario. Un objeto heredero del candelabro de siete brazos del ritual judaico que se compone de un largo fuste que sostiene un cuerpo triangular con quince velas que, según el ritual, se apagan de tres en tres durante los maitines y laudes del Officio Tenebrarum; cuyo papel simbólico reside en la su especial morfología, remitiendo por su altura y color dorado al ámbito celestial, por su estructura triangular a Dios, y por sus quince velas a los doce apóstoles, las tres Marías y Jesucristo. De modo que el hecho de apagarlas alude a la agonía de la pasión y a la supremacía temporal pecado y la muerte sobre la humanidad. Y, por otro lado, el cirio pascual. Hachón que se enciende en la liturgia de resurrección como señal del triunfo de la vida. De él se especifica en este escrito que por primera vez se tratará de una pieza completa y no de madera con el cabo de cera como venía siendo habitual.
    No en vano, la luz es el centro de la celebración de la Semana Santa y su triunfo frente a la oscuridad es el signo de la resurrección. Así la luz se asimila a la belleza y, ésta, a Dios, y el lugar que lo representa y donde reside, ya sea retablo, urna o monumento, debe responder visualmente a este carácter sobrenatural a fin de conmover a la piedad de los fieles.
    Debió pensar la comunidad que el monumento ya no respondía al decoro debido cuando en 1655 se desprende de las cuentas un descargo especial de 1.200 reales “que costó los arcos, harpas y tenebrarios de que se compuso vn monumento[vi]. Una obra que se debe entender como parte del programa general de renovación que vive el templo monacal que había comenzado, diez años antes, con la ejecución del retablo mayor por Felipe de Rivas, continuado con los lienzos de Valdés Leal en 1652 y que ahora se encontraba en fase de decoración paramental.
    Esta noticia alude, sin duda, a varias de las piezas que componen la mayor de las estructuras que se observan en en la fotografía del monumento.
    Se trata de un baldaquino compuesto por cuatro columnas dóricas sobre pedestales y con cimacios, recuerdos agallonados de los triglifos del arquitrabe, que abren a sendos arcos. Este primer cuerpo se cierra con una cornisa muy desarrollada y de alero volado que emula al desarrollado por Felipe de Rivas en el retablo mayor. Sobre él se dispone una falsa cúpula que, al interior, se trasdosa en una cubrición plana de cuarterones. Como remate del conjunto se dispone una capilla a modo de tambor y cupulín, de base abultada, con orejetas, balaustrada, pilastras, alero y cierre mixtilíneo.
    El análisis del repertorio ornamental también remite a una obra realizada en paralelo en la iglesia, es decir, desde 1655 a 1664. Así lo dispone el uso del blanco albayalde, del pan de oro y del negro, para los perfiles, como únicos colores de la composición; la repetición de los motivos vegetales de la plementería gótica del presbiterio en los laterales del arco toral monumento; y la disposición de un querubín, de dos alas, en la clave del arco idéntico al existente sobre la puerta de acceso al templo.
    Tampoco se debe olvidar que esta pieza responde a la mayor de las modernidades arquitectónicas, debiéndose poner en paralelo, salvando las distancias, con el baldaquino que Gian Lorenzo Bernini ejecuta para la basílica de san Pedro apenas treinta años antes. No sólo por ser un baldaquino, que ya supone una novedad, sino porque se desprende cierta inspiración en la obra vaticana tanto en la colocación de imágenes de gran formato sobre las columnas, como en el uso de un remate complejo.
    Iconográficamente la construcción responde a una torre divina, según se desprende de la luz que lo circunda así como en el uso del blanco y dorado. Concretamente remite al templo de Salomón en su planta centrada. En lo más alto de este ámbito celeste, por encima de los roleos vegetales y ángeles, se materializan cuatro profetas en orden gigante ejecutados en cartón piedra y decorados en blanco y dorado, tal y como aparecen en el monte Tabor en el pasaje evangélico de la Transfiguración. Estos premonitores veterotestamentarios del sacrificio salvífico son el rey David, que porta corona sobre la sien –prefiguración de la de espinas– y empuña la espada, Moisés que muestra las Tablas de la Ley y otros dos de los que no se distinguen sus signos. Junto a ellos, en la cúpula se dispone el paño de la Verónica, retrato real –vera icon– del Hijo que se encuentra oculto en este aparato. Y cierra el campo simbólico, una dolorosa de vestir que asoma sobre la estructura superior, dispuesta como madre y sacerdotiza encargada de elevar a Dios el sacrificio del Salvador.
    De toda este armazón a día de hoy sólo sobreviven los pedestales y la falsa cúpula, en la que se puede observar su interesante armazón interno y la pintura lateral de una linterna, al fin y al cabo, una reiteración de la luz dentro de los signos de la Pasión.
    Del primitivo conjunto también ha llegado a nuestros días el arca eucarística. Una pieza aún en uso que es el centro de la composición puesto que en su interior se reserva el cuerpo de Cristo durante el Triduo Pascual, lo que la convierte no sólo un sagrario temporal sino en el sepulcro divino y el más importante de los relicarios. De ahí que su nombre remita al Arca de la Alianza que se custodiaba en el templo de Salomón y que contenía las Tablas de la Ley, la vara de Aarón y el maná caído del cielo. El mueble responde a los cánones anteriormente descritos, a saber, estilo barroco de trazas clásicas y ornamentación dorada sobre fondo blanco que marca la trama arquitectónica. Posee dos puertas, una frontal que sirve para exponer la Eucaristía ante la comunidad y otra lateral destinada a su depósito por el sacerdote. Tres de sus frentes están decorados con torpes dibujos que aluden a su contenido taumatúrgico, siendo el motivo central el pelícano que da de comer a sus crías con su sangre, símbolo del sacrificio. 
    Este nuevo monumento no sólo da mayor elocuencia al culto monástico sino también abaratar los costes anuales. Así, mientras que en armar y desarmar la estructura entre 1645 y 1651supone del orden 250 a 300 reales[vii], la “hechura del monumento del los años de seiscientos sinquenta y quatro y cincuenta y sinco” baja hasta los 130 reales anuales “y se advierte que de aquí adelante no se an de dar más de quarenta reales cada año para el dicho monumento por estar fecho i no ser menester más de ponerlo”[viii]. Como así sucede, al menos, hasta 1695 cuando esta cuantía se eleva a una media de 68 reales porque, además del montaje, se contempla quitar la çera, y belarlo de día y de noche[ix]. Una cantidad que pronto se ve insuficiente y que en poco tiempo se duplica –en 1702 llega a los 130 reales– y queda fijada, primero, en 120 reales[x] y definitivamente en 100 a partir de 1708[xi].
 
    Tal es la magnitud que adquiere el monumento, su calidad y fragilidad que las religiosas, a comienzos del siglo XVIII, toman la determinación de crear un cuarto ex profeso para su conservación[xii]. Unas obras que se tasan en 1.861 reales con dos maravedís contemplando tanto los materiales como los jornales de albañiles y carpinteros[xiii]. Cantidad a la que se le suman otros 308 reales de la construcción de una nueva techumbre por el maestro de la madera Manuel Utera según carta de pago de 18 de abril de 1716[xiv]. Del mismo modo, de tanto armar y desarmar esta estructura las piezas requieren un buen repaso y en 1732 la comunidad concerta con el carpintero Diego Agustín López su reparo por encontrarse en mal estado y descompuesto estructuralmente, así como la ejecución de dos nuevos profetas. Todo ello por 300 ducados y 3.300 reales, incluidos materiales y mano de obra[xv].
    En estos años se realiza un nuevo tenebrario en estilo barroco estípite con ornamentación más carnosa y vibrante que en los casos anteriores. De él se conservan el pedestal, a falta de los escudos franciscanos de tres de sus frentes desaparecidos recientemente, y la decoración del triángulo, aprovechada en la mesa de altar que se realiza tras el cambio del ritual. Hasta hace escasos años los muros del monasterio también conservaban el fuste, un estípite que responde a los cánones del obrador de Tomás González Guisado, pero que ahora se encuentra en paradero desconocido. 
    Bajo el baldaquino, único en nuestra ciudad y heredero, sin duda, de los desarrollados en la corte de los Austria, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII se dispone una custodia de asiento rococó de madera tallada y dorada, sobre una nube posiblemente plateada. Sus rocallas envuelven la estructura y la disuelven abriéndose en dos huecos. El inferior recoge el arca eucarística y el superior la imagen de Cristo atado a la columna que se custodia en el coro bajo. Remata una talla de la Inmaculada, advocación hondamente unida a la Eucaristía.
El resto de la imagen ya es un documento oral.
    Las monjas aún narran el esmero con que preparaban la efeméride. Dedicando las novicias varios meses al cuidado celoso de las calas, helechos, guirnaldas de parras y “pelucas” –como denominan popularmente a las macetas resultantes de la siembra de lentejas y su reserva en de una habitación a oscuras a fin de impedir la fotosíntesis– que adornan al Santísimo. O la costosa labor de mantenimiento de la alfombra de patchwork que precedía al momunento, obra decimonónica que aún se mantiene en la clausura y que es una pieza única que merece su estudio. O el gesto de velar las imágenes, del que hasta la última restauración se conservaba el lienzo recogido en los laterales del retablo mayor.
    Hoy, faltos de contenido funcional, estos objetos vuelven a recuperar la memoria en forma de fotografía y artículo. Pero la comunidad les ha reservado una nueva vida, la patrimonial, como piezas del nuevo centro de interpretación que acogen sus muros.
Antonio García Baeza
Historiador del Arte
Museólogo


[i] Así como principio cultural de la UNESCO se encuentra la obligación de “Promover la diversidad cultural mediante la salvaguarda del patrimonio en sus diversas dimensiones y la valorización de las experiencias culturales”.
[ii] 1633. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1633. Archivo del convento de santa Clara de Carmona (ACSC), leg. 18. S.f.
[iii] 1640. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1640. ACSC, leg. 9. S.f.
[iv] 1641. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1641. ACSC, leg. 12. S.f.
[v] Ibídem. Las cuentas del año anterior recogen una partida similar dirigida al mismo maestro cerero.
[vi] 1655. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1655. ACSC, leg. 12. S.f.
[vii] El montaje de 1645 a 1648 corresponde al maestro carpintero Alonso Benítez (1645. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1645. ACSC, leg. 9. S.f; 1649. Carmona. Cuentas de cargos y datas de 1647 y 1648. ACSC, leg. 12. S.f); mientras que desconocemos el de los años restantes (1651. Carmona. Cuentas de cargos y datas desde 1649 a 1651. ACSC, leg. 12. S.f).
[viii] 1655. Carmona. Cuentas de cargos y datas 1655. ACSC, leg. 12. S.f.
[ix] 1698. Carmona. Cuentas de cargos y datas desde 1695 a 1698. ACSC, leg. 18. S.f.
[x] 1704, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1702 a 1704.  ACSC, leg. 18. S.f.: “este último [el año de 1704] a razón de ciento y veinte en que queda esta data para en adelante.
[xi] 1709, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1704 a 1707.  ACSC, leg. 18. Pp. 299-300.
[xii] Las labores de mantenimiento del monumento debieron ser constantes, pero en ocasiones requieren de un trabajo de mayor intensidad y, esos, se reflejan en la documentación: “Más, se auonan ciento y nobenta y nuebe reales, que valen seis mil setecientos y sesenta y seis maravedís, que costaron los dos bastidores del monumento de madera, lienso, pintura y herrajes. Constó de reciuo” (1718, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1713 a 1718.  ACSC, leg. 18. S.f.).
[xiii] 1709, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1704 a 1707.  ACSC, leg. 18. Pp. 302.
[xiv] 1718, Carmona. Cuentas de cargo y data desde 1713 a 1718.  ACSC, leg. 18. S.f.
[xv] 1732, mayo, 28. Carmona. Carta de concierto entre Diego Agustín López y el convento de santa Clara de Carmona. Archivo Municipal Antonio García Rodríguez, sección Protocolos Notariales, Escribanía de Juan Núñez Parrilla Barba, 1732, ff. 642-643v. Recogido en: Mira caballos, Esbeban; Villa Nogales, Fernando de la. Carmona en la Edad Moderna: Religiosidad y arte, población y emigración a América. 1999: Muñoz Moya editor, Brenes (Sevilla).

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